viernes, 16 de noviembre de 2012

EL ESCRITORIO

Era triste salir cada mañana
por un pedazo de sonrisa,
detrás del escritorio.
Triste era rasurar el ánimo
para contar unos billetes,
detrás del escritorio.
Era triste bolear los zapatos,
usar el traje de mejor

gris, arreglarse la corbata,
para mirar un monitor,
detrás del escritorio.
Era triste, muy triste, arreglarse
el sostén y las uñas, la falda y el fleco,
para el beneplácito
de los recursos humanos,
detrás del escritorio.
Era triste, me dije, ya viejo,
a punto de morir este siglo xxi,
y cómo creíamos en ello.

Mi tiempo era un cubículo sin escape.
Era triste, sí; un maldito escritorio.

2
Hubo un tiempo, sí, lo hubo,
que se arreglaban las nubes el fleco
por un beso borracho del sol.
Hubo una mañana, me acuerdo,
que me vestí de gardenias azules
por Margarita, la niña,
la niña bonita de la escuela.
Hubo un tiempo que el lapizlabial
sólo era para bailar el jazz del amor.
Pero este tiempo de escritorio
triste
obliga a los aretes del naranjo
a vestirse de primavera
amarga, por unas cuantas monedas,
por comida. Estamos cercados.

Sucede que se simula el encanto
de las pestañas del rosal, entonces
se acostumbra el gesto hermoso a la mentira.
Pero hubo un tiempo, sí, lo hubo,
que se arreglaba Azucena por la lluvia
y el pescador era un borracho por un simple caracol.
Hubo un tiempo, sí, lo hay,
un tiempo que está fuera del cubículo
triste de este tiempo de escritorio.

Abraham Peralta Vélez