Toda la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, la podríamos encerrar en ese relámpago visionario con que termina su poema “La flama en el espejo”, y que dice, en fin y principio, que se libera en el cero:
“Se vuelve aérea, vibra diáfana
la losa del sepulcro; leve
despega con las alas mansas
de la respiración; los párpados,
incendiados por alegres lumbres,
la ceguera aprietan, sepultada;
la rompen. El resucitado
remonta la memoria; mira
en la tercera luz del alba”.
¿Poesía en pálpito de trascendentales esperanzas?, podríamos preguntarnos. Nosotros nos atrevemos a contestar que en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño no hay ningún juego de esperanza, ni con ni para la esperanza; estamos ciertos de otra realidad muy tangible en ella: el descubrimiento deslumbrante. A través de esta poesía nos vamos descubriendo como criaturas destinadas a sobrevolar la humedad doliente del barro cotidiano:
“¿Soy alguien yo?, te preguntabas
dentro de lo oscuro, en el silencio
anterior a la palabra oculta;
te interrogabas, alma mía.”
Como el gusano de seda, y pensamos en Santa Teresa de Ávila, el trabajo de la luz se fragua en el espeso silencio de las sombras. La semilla es antes que la espiga, pero ¿es después que la semilla la espiga? La vida es una emoción que suele nadar con harta frecuencia en la mar de las paradojas. De súbito la cruza un rayo de lógica inteligencia. Es la huella del místico, pero el místico fue y sigue siendo un ser humano de carne y hueso y la lógica se transforma en antilógica. Desconfiemos de nuestros sentidos y a la vez confiemos en ellos, porque es posible, a través de ellos, en cierto estado, ver.
La poesía de Rubén Bonifaz Nuño, como la de San Juan de la Cruz o la de William Blake, es producto de un estado superior del alma y es por ello que nos despeja incógnitas del ser:
“Sin pesar ni miedo ni desdicha
vencedora sin tregua, ejerce
alta y humilde los secretos
de la resurrección; la clave
de la vida inmortal persevera.”
El poeta se transmuta. Vuélvese diáfanamente sabio. Sabe que:
“Todo se le muestra, nada teme;
nada encubre, todo protege.
Nacientes formas perfecciona,
llama de salud conduce, fija
en un punto el tiempo y lo repara.
Y armoniza en una las voraces
cuatro criaturas que componen
los rostros vivientes de la esfinge...”
Se estable la comunión esencial. No se confunda con milagrería. Pero para haber llegado aquí, a donde es posible fijar en un punto el tiempo y repararlo, este hombre ha tenido que andar largos caminos y comerse de sus carnes y en sí mismo. No hay purificación sin dolor. Todo viene de lejos y en la memoria del poeta está escrito, en su Fuego de pobres, donde nos deja dicho:
"Tigre la sed, en llamas, me despierta;
hambre mi corazón. Y el rostro
de las cosas me observa; el medio rostro
de lo que va naciendo; mi morada.
El naciente en la noche,
el rostro para el día de mi rostro.”
Sí, únicamente tras haber sido tan intensamente humano y haber “ensayado los nombres que ensayaron sus abuelos”, únicamente así: tras haberse sumergido en el fragor de lo humano, Rubén Bonifaz Nuño, pudo dar el salto hacia las subliminales esferas, pues mucho antes de flamear en llama viva frente a la claridad de los espejos cantó a sus “demonios” y a sus “días”:
“Desde la tristeza que se desploma,
desde mi dolor que me cansa,
desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto,
desde mis cobijas de hombre solo,
desde este papel, tiendo la mano...”
Hombre y alma en hito de humanidad. Soledad en compañía. Busca perenne. Experiencia desgarrada y desgarrante del diario vivir:
“Con gentes distintas en apariencia
camino, trabajo todos los días;
y no me saludo con nadie: temo.”
Sí, ahí estuvieron los días y los demonios. Ahí siguen estando. Sin embargo, por El ala del tigre, Rubén Bonifaz Nuño halla sorpresivos senderos:
“Todas las cosas juntas vienen
al instante del mundo; y tiemblo,
y al sol y a la sombra tiendo el alma
coronada de amarillos huesos
y flores moradas. Armisticio
del tiempo y lumbre. Primavera.”
El miedo anda todavía por ahí agazapado no obstante el respiro del armisticio. Y el poeta lo sabe mientras lo amoroso, tristemente, le tiembla, como un pájaro herido, entre las manos:
“Espinas y llamas y cenizas
caídas de tus manos. Blanca
miseria de cartas moribundas
que no te dicen nada, y llaves
de cerraduras enmohecidas
que no abrirás. Palabras, años.”
Dueño de su palabra ceñida y luminosa, Rubén Bonifaz Nuño, nos biografía la vida, que es de todos y que alguna vez, o muchas veces, se pudo llamar Julia, Eloisa y Betina, aunque la desnuda realidad lo impulsa a cantar con desértico acento:
“Casa de muchos huéspedes, tu vida
no tuvo nunca el que esperaste.”
Y aquí se nos viene a la memoria del corazón lo expresado por Goethe: “El eterno femenino nos guía hacia lo alto”. Femenina es la muerte. Rubén Bonifaz Nuño, desde su tigre alado, nos ha dicho:
“Desolada
opulencia del temor. Y solo
por el gusto de morir,
vivimos”.
Poeta grande entre los grandes, Rubén Bonifaz Nuño, nacido en Córdoba, Veracruz, 12 de noviembre 1923 y nacido a la poesía, a la que tan fiel ha sido siempre, con La muerte del ángel, para culminar con la La flama en el espejo. Ahí donde “los contrarios en alianza”, ven arder “la belleza victoriosa”, porque ahí, el poeta, logra el “poder de las llaves que guardan los signos de su mano”, eso que “a plena luz se oculta”. Y conoce y nos da a conocer el secreto:
“Y es amor la respuesta sola,
y hay amor –alma, lo sabes-
como el amor que se le debe”.
“Puritas cordis”. Sí, la poesía de Rubén Bonifaz Nuño alcanza, en luz de inteligencia, la pureza del corazón. Y como diría Casiano: “Con el fin de obtener esta pureza de corazón debemos hacer y buscar todo cuanto podamos buscar.” El poeta ha buscado por “El ala del tigre”, por “Los demonios y los días”, por “Fuego
de pobres”, “Por el manto y la corona”, “Por imágenes...” Ha buscado y hallado en vívida flama, para darse a manos llenas.
En Rubén Bonifaz Nuño se reencuentran la teoría y la praxis. “In Veritate”. Y, en la verdad de lo vivido y de la verdad de lo vivido, nace su palabra, es decir, su poesía, en unión de fieras y ángeles reconciliados
en ese “su absorto cántaro atmosférico”, tan antiguo y tan nuevo como el sol de cada día.